Vindicar la Universidad, vindicar el conocimiento

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Vindicar la Universidad, vindicar el conocimiento

Vindicar la Universidad, vindicar el conocimiento

En varias ocasiones he tenido el privilegio, y el gran orgullo, de ser nombrado por mis alumnos para representar a los profesores en los actos de graduación, delante de sus familias y de las autoridades académicas. A continuación transcribo el discurso que pronuncié el día 2 de diciembre de 2009, en el salón de actos del Campus de Vicálvaro de la Universidad Rey Juan Carlos, en un acto presidido por el decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales.

Quiero rendir homenaje con esta publicación a los alumnos de aquella promoción de Gestión y Administración Pública, pero también a cuantos he tenido y tendré, pues son la razón de ser que anima mi quehacer universitario y que da sentido a la Universidad como institución social.

El texto que pronuncié, y que ahora ofrezco al lector, está condicionado por las circunstancias del evento: un público familiar festivo, y un marco académico ritual y solemne. En consecuencia hay mucho sentimentalismo, mucho moralismo y poca precisión académica. Pienso que lo esencial que subyace a este discurso sigue vigente, y todavía con más razones hoy, dado el embiste al que está siendo sometida la Universidad Pública. Básicamente vindico que los universitarios somos sociedad, y que nos debemos a ella, a todos los ciudadanos, y que la finalidad primordial de la Universidad es generar y trasmitir conocimiento crítico, esclarecido, punto indispensable para cualquier aspiración de gobierno democrático, de libertad individual, desarrollo de la personalidad y del bienestar común.

 

Discurso pronunciado en el Acto de Graduación de los alumnos de Gestión y Administración Pública y de Relaciones Laborales de la Facultad de Ciencias jurídicas y Sociales de la Universidad Rey Juan Carlos

Acto celebrado en el Campus de Vicálvaro, Madrid, el 2 de diciembre de 2009

Discurso

Ilmo. Sr. decano, Ilmas. e Ilmos. Sres. vicedecanos, Sras. y Sres. profesores, personal de administración y servicios, estimados alumnos, orgullosas familias y amigos:

Es una gratísima sorpresa y un profundo honor haber sido propuesto por mis antiguos alumnos para representar al profesorado en este solemne acto de jubilosa graduación. Mi gratitud es infinita para con ellos (o ellas, habría que decir, por su evidente mayor peso demográfico). Mis gracias más sentidas también a todos los aquí presentes. Es una satisfacción incomparable ser aquí hoy testigo privilegiado del reconocimiento que se os hace mediante la imposición de la beca, la cual os acredita como genuinos universitarios. Es esta una condición a la que, una vez adquirida, no podéis renunciar. Tenedlo presente. De ahí que os pida con la mayor vehemencia algo que debiera pareceros obvio, pero que, en los tiempos difíciles en los que nos encontramos, conviene subrayar: no quebréis jamás vuestro compromiso con el amor al conocimiento y con los augustos valores de vuestra Madre Nutricia.

Si habéis llegado a este punto gozoso no ha sido por casualidad, sino por la perseverancia y el esfuerzo contabilizado en años. Cuántos gustos y disgustos en el entretanto. Cuántas horas robadas al sueño y al descanso. Cuánta sociabilidad en cantinas, pasillos y jardines. De cuánta paciencia os habéis tenido que armar, sobre todo para no contrariar a vuestros profesores, incluso cuando había razones sobradas para ello. Parecía que no iba a llegar nunca este día, pero ha llegado. Y seguro que más de uno añora ya aquel tiempo pasado, tan próximo, pero tan lejano, porque se escapa. Aunque, para paciencia, la de vuestros padres y hermanos, la de vuestras parejas y amigos, la de vuestros hijos. Para vosotros y para ellos, felicidades y enhorabuena. Y felicidades también a todos los que, desde esta Universidad, sobre todo desde su base (tan maltratada), han contribuido con su dedicación a vuestro mejor provecho.

Quiero pensar que, al señalar a vuestros profesores para acompañaros en este acto, habéis querido ver en ellos una manera noble de entender la Universidad y de proceder como docentes. Permitidme brevemente que aproveche la ocasión para reiterar mi compromiso con nuestra Alma Mater, que somos los aquí reunidos, y en primoroso lugar, quienes hoy os graduáis. Permitidme, pues, que reivindique los excelsos valores que a mí y a vuestros profesores nos inculcaron cuando éramos alevines en la Casa del Conocimiento, una casa que no admite fronteras, y que siempre persigue espacios de encuentro, pues son estas plazas, y estas aulas, las que propician el contraste y, por ende, el conocimiento. Sinceramente pienso que, en esta singular época boloñesa, es más que nunca preciso proclamar alto y claro esos valores fundamentales.

Se nos dice ahora que la Universidad debe estar orientada hacia el aprendizaje de los alumnos, y no hacia el lucimiento de los docentes. Pero, ¿acaso nuestros viejos profesores acudían a clase con el fin de pavonearse? Sin duda se lucían porque, los más de ellos, sabían mucho, y porque, las más de las veces, sabían transmitir sus saberes. Nuestros viejos profesores nos atendían cuando se lo solicitábamos, nos orientaban, nos reconfortaban y hasta nos buscaban trabajo. Nadie les imponía tutorías integrales, ¡pero menudas tutorías integrales nos brindaban! Nuestros viejos profesores (muchos de ellos, no todos) ya impartían docencia orientada hacia el alumno, hacia su aprendizaje. Y nos trataban como adultos. Como personas maduras, reflexivas y consecuentes. Como seres dignos de la presunción de inteligencia. Me cuesta recordar el caso en que no fuera así. De esos viejos profesores recuerdo su vocación, su afán facilitador, su disposición permanente por ser humilde instrumento del conocimiento. Nos concedían tiempo para vivir nuestra juventud en plenitud. Daban por hecho que tropezaríamos al caminar, y confiaban en que aprenderíamos a levantarnos. Si tenían que echar una mano, la echaban. Quizá planificaban poco sus tareas, casi no mandaban ejercicios ni prácticas. Pero, a cambio, aquellos nuestros viejos profesores, apenas inhibían nuestro particular desarrollo. Algunos, incluso, en sus ratos libres, fabricaban alas. Si se las pedíamos, nos proveían de ellas y, entonces, nos explicaban el inquietante comportamiento de las fluctuantes corrientes de aire. Finalmente, dejaban a nuestro buen juicio decidir la dirección del vuelo. Cada cual iba encontrando a la postre su ruta más propia… Es este un retrato un tanto idealizado, por supuesto, pero sirve para contrastar el estado actual de las cosas. Con los exiguos recursos económicos de que hoy disponemos; con tantas prisas y agobios, que donde vamos llegamos tarde; con tantos trámites y papeleos que nos requiere la Pedagogía Bolonia; con tan escaso equipaje formativo con el que a esta Casa llegamos alumnos y algunos profesores (hablo sólo de mí), malamente podrá orientar la Universidad gran cosa, ni hacia el alumno, ni hacia el docente. Queda mucho por hacer, y puede hacerse.

Se nos dice ahora que la Universidad debe estar orientada hacia las exigencias del mercado de trabajo. Y eso está muy bien. Ya desde sus comienzos medievales, las facultades universitarias acreditaban profesionalmente, y así ha de seguir siendo. Pero también os advierto: las exigencias del mercado de trabajo son muy suyas, caprichosas, volubles. El mercado de trabajo tiene mucho estómago, pero poco corazón. Y os digo más. Os digo que la orientación fundamental e inalienable de la Universidad ha de estar regida por los requerimientos de un Estado social y de derecho, según recoge nuestra Carta Magna. Pues nuestra Alma Mater, además de empresarios, empleados o consumidores, debe formar ciudadanos competentes. Personas que se interroguen sobre el porqué de las cosas. Personas metódicas. Personas dispuestas a ser consecuentes con sus actos, aun cuando no resulten de agrado. Personas informadas y conocedoras de los asuntos públicos, y comprometidas con un destino que sólo puede ser, y será, común. Y solo siendo común podrá ser realmente de cada uno. Queda mucho por hacer, y puede hacerse.

Se nos dice también ahora, en tiempos de la fabulosa Red de Redes, que la información es el bien más preciado. Los más radicales sugieren que la Universidad no haya de ser necesaria, pues cualquiera puede averiguarlo todo sin salir de casa. También se nos dice que ir a clase es ya una pérdida de tiempo. Que desde cualquier lugar puede aprenderse lo mismo. Recelo de tales mensajes, y no soy contrario al sino de los tiempos. Antes bien, uso y disfruto desde hace mucho de las inmensas posibilidades que nos proporciona la Red para todo empeño, empezando por el docente. Son tan fabulosas y tan notorias las potencias de la Red que hasta resulta ridículo recordarlas. Pero no hay que confundir información con conocimiento. El conocimiento es método, destilación, asimilación, contraste, comprensión y visión de conjunto. Transversalidad. El conocimiento requiere de ideas previas, y de conocimientos previos, bien asentados. Conocimiento no son recetillas de cocinero, como tampoco lo es la buena gastronomía. Elaborar y transmitir conocimiento lleva tiempo. Y tiempo es lo que hoy falta. La Red es muy poderosa, pero fomenta las prisas y proporciona una visión muy fragmentaria de la realidad. Tan grande como es, a muchos empequeñece. Más que nunca necesitamos genuino conocimiento, ideas universales, vertebradoras. He ahí un formidable campo de trabajo para la Universidad. Por lo demás, la complicidad afectiva y las posibilidades de improvisación creadora que confiere el aula física, no me imagino red social ni aula virtual que puedan superarlas. Todo es cuestión de trabajo, y de buen criterio. Sentido de las cosas. Queda mucho por hacer, y puede hacerse.

Lo mucho que haya de hacerse, que se haga con amplitud de miras. Teniendo visión de juego, y no sólo de regate corto. Lo mucho que haya de hacerse que se haga sin adoctrinamientos. Con honestidad, con espíritu crítico (que es leal contraste, y nunca actitud hostil), que sea haga con independencia, con transparencia, con apasionadas razones. Siempre, desde la presunción de inteligencia. Convencidos de que, si una vida digna para todos es el mayúsculo fin, el conocimiento es una de nuestras más necesarias herramientas. Pues, sin conocimiento, no hay sociedad que pueda adaptarse a los tiempos. Sin conocimiento no hay  sociedad que prospere. Y ¡ojo!, el conocimiento es amigo receloso de las inquinas y los taimados despropósitos, pero es, en cambio, amigo firme de los horizontes amplios y las miradas bienintencionadas.

Basta ya de razones. No está bien abusar de la confianza, y menos aún de la que aquí, de manera tan generosa, me habéis concedido. Dejadme que invoque de nuevo los sentimientos. Los más sentidos. Hoy Jano os invita a franquear una nueva puerta, que, como sabéis, es giratoria, u está siempre abierta a nuevos propósitos. Podéis proseguir vuestro camino a vuestro mejor antojo, y en su transcurso, podéis entrar y salir tantas veces como queráis de esta vuestra Casa. Y cualquiera que pueda ser vuestra voluntad o vuestro acomodo, ya dentro, ya fuera, dad por hecho que aquí nos tenéis siempre para lo que estiméis. Vuestros profesores, vuestra Universidad, lo seremos siempre. Por lo de ahora, celebremos lo compartido. Celebremos este  momento de merecida dicha. Celebremos la responsabilidad y el compromiso de hacernos cada día mejores. Florezca el Alma Mater que nos ha educado, y ha reunido a los queridos compañeros que por regiones alejadas estaban dispersos. Alegrémonos juntos, y no dejemos nunca de hacerlo.

Enhorabuena y muchas gracias.

Roberto Barbeito

Profesor de Teoría Social

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