¿Qué hay de nuevo, viejo? Democracia de Audiencia y personalización de la política

Turistificación, Equipo de Investigación, La Sexta, junio 2017
Turistificación, Equipo de Investigación, La Sexta, junio 2017
11 agosto, 2017

¿Qué hay de nuevo, viejo? Democracia de Audiencia y personalización de la política

Siendo atrevidamente joven, y de la mano de Amando de Miguel, empecé mi carrera profesional en el Instituto de Opinión Pública e Investigaciones Sociales Tábula-V. Uno de mis primeros trabajos fue publicado en La Sociedad Española 1996-97, el último de una célebre serie anual de informes sociológicos que se realizaban con el patrocinio de la Fundación General Complutense. Entre mis aportaciones a ese informe se encontraba un capítulo titulado Preferencias Electorales, dentro del cual dedicaba especial atención a “La personalización de la política”. Fue un texto pionero, sobre un tema al que he vuelto insistentemente, hasta dar lugar, mucho tiempo después, a mi tesis doctoral. Hace poco, Julián Sánchez-Vizcaíno, persona profundamente comprometida con su tiempo y con la procura de la justicia social, encontró mi tesis en la red, y me pidió permiso para divulgar sus conclusiones a través del blog de la Asociación Isegoría/Instituto Europeo de Políticas Públicas, a lo que accedí gustoso. Por iniciativa asimismo de Julián adapté el material para su edición en el número 10 de la revista Pasos a la Izquierda, que fue publicado en octubre de 2017. Es el que ahora facilito al lector, con la esperanza de que le sirva para sacar sus propias conclusiones acerca de uno de los temas cruciales de la democracia representativa: el papel de los líderes políticos y su relación con los medios de comunicación y los procesos comunicativos.

 

¿Qué hay de nuevo, viejo? Democracia de Audiencia y personalización de la política

Por Roberto-Luciano BARBEITO

 

La Gran Recesión, las protestas sociales globales y la nueva cresta de personalización política

La oleada mundial de protestas sociales inducida por la Gran Recesión (que en España tuvo su más destacada epifanía en torno a las concentraciones  de los Indignados, o movimiento 15-M entre 2011 y 2013) ha tenido un inesperado  corolario: reforzar aún más la personalización de la vida política. Rutilantes nombres, desconocidos o apenas conocidos antes de la quiebra de Lehman Brothers, descuellan hoy ante la opinión pública. En España son elocuentes los casos de Pablo Iglesias, Ada Colau, Albert Rivera, Alberto Garzón o Pedro Sánchez. Figuras asimismo insospechadas se han adueñado de la atención mediática mundial, encumbrándose a las máximas magistraturas políticas o aspirando decididamente a ellas. En una lista encabezada por Donald Trump (EEUU) habría que incluir, por diferentes motivos y salvando las distancias, pero contribuyendo todos ellos a personalizar la política en el contexto de la Gran Recesión, nombres cada vez más familiares en Europa, como los de Alexis Tsipras (Grecia), Beppe Grillo (Italia), Geert Wilders (Holanda) o Sebastian Kurz (Austria), sin dejar de lado, en Francia, a Emmanuel Macron y Jean-Luc Melenchón, e incluyendo asimismo a Marine Le Pen, cuyo Frente Nacional ha engordado por el estado de desamparo y confusión en el que se encuentran sumidos muchos franceses, sobre todo de clase obrera.

El efecto personalizador de la Gran Recesión es harto sorprendente porque el discurso nuclear de las protestas ciudadanas por todo el mundo (y muy claramente en España, Europa y EEUU) era denunciar las insuficiencias democráticas que explicaban una profunda brecha entre los ciudadanos y sus dirigentes políticos, esto es, entre representados y representantes (Ortiz y otros, 2013). Decepcionadas con unas instituciones representativas a las que se les achacaba producir una “casta” política instrumentalizada por la élite económica e insensible a los intereses de la mayoría popular, las movilizaciones propugnaban, en cambio, favorecer formas de participación directa, e incluso asamblearia, para “recuperar la democracia”, rescatándola de sus supuestos “secuestradores”: las élites, “los de arriba” (esta idea puede rastrearse, entre otros muchos, en Aguilar, 2012; Cruells e Ibarra, 2015; Feixa y Nofre, 2013; Iglesias, 2011, 2014; Roitman, 2012; Rubia, 2011; Sampedro y otros, 2011; Subirats, 2011; Taibo, 2011; Torres y otros, 2011; o Velasco, 2011). El hecho consabido, sin embargo, es que, una vez canalizadas las protestas a través de nuevos partidos (presentados a menudo como “antipartidos”, partidos-movimiento o populismos), estas nuevas opciones electorales han estado marcadas por la acusada figura de sus líderes, no solo ante la opinión pública, sino también respecto a los procesos decisorios internos de sus formaciones, donde repetidamente imponen sus criterios, precisamente por el respaldo que parecen obtener de las bases electorales, conquistadas a través de proyección mediática (Calvo y Álvarez 2015; Fernández-Albertos 2015; Martín, 2015; Marzolf y Ganuza 2016; Martín 2016; Nez 2015), exhibiendo, además, modos propios de una democracia plebiscitaria (Müller, 2014; Mateo, 2014; Timermans, 2014).

La sorpresa no lo es tanto si se considera que los contextos de crisis son especialmente proclives a la emergencia de liderazgos carismáticos: cuando se extiende  el descrédito de las instituciones, se debilitan las tradiciones y campa el desconcierto, la gente busca orientación a través de líderes de apariencia exitosa e irreprochable.  Por añadidura, la personalización de la política debida a los nuevos partidos cuenta con un claro precedente en procesos semejantes, ocurridos, ante circunstancias parecidas, en América Latina a finales de los años noventa y comienzos de los dos mil. De hecho, el ejemplo latinoamericano ha sido reconocido como una fuente decisiva de inspiración por parte de los dirigentes de Podemos, en España (Errejón, 2011, 2014; Iglesias, 2014, 2016).

Pero el llamativo efecto de las protestas sociales sobre la personalización no se ha ceñido a los nuevos partidos. El recurso a los líderes ha sido también la manera habitual que han tenido los partidos tradicionales mayoritarios de encarar el enfado popular. Pues, lejos de democratizar sus procedimientos internos o de favorecer mejoras del sistema político, los partidos tradicionales, fuertemente deslegitimados por las acusaciones de corrupción y connivencia con las élites económicas, han procedido a una relativa renovación de su personal político, promoviendo la llegada a la cúspide de rostros inéditos, pero inspiradores de confianza. Caras generalmente jóvenes, de expresión amable y sin mácula conocida en su historial político o personal. Esto ha sido así sobre todo en el caso de los partidos tradicionales en la oposición, pues, sin embargo, los partidos tradicionales en el gobierno han aprovechado a menudo la coyuntura para dar un golpe de mano desde la cumbre y descabezar la oposición interna, fortaleciendo el liderazgo central y dificultando la consolidación de líderes alternativos. De tal modo que, ya sea para aglutinar el descontento a través de la legitimidad carismática (vía de los nuevos partidos), ya sea para ganar en autoridad carismática lo que han perdido en autoridad tradicional y en autoridad racional-legal (vía de los viejos partidos), el resultado ha sido el mismo: incrementar la personalización, en franco perjuicio del partido como organización colectiva y órgano colegiado.

 

La personalización política: núcleo de la democracia de audiencia

Si bien la coyuntura de crisis anima la emergencia de líderes carismáticos, y puede ser asimismo una renovada excusa para afianzar los recursos y la autonomía de los líderes o jefes políticos con respecto a sus organizaciones (partidos, parlamentos), la prominencia de estos en el proceso político no se restringe al actual momento de convulsión democrática. Antes bien, la personalización de la política viene señalándose, desde hace tres décadas, como una de las tendencias más características de las democracias representativas (democracias liberales). Es célebre el trabajo de Bernard Manin (1998), en el que sostiene que los medios de comunicación han modificado profundamente la estructura de la representación política, hasta el punto de herir de muerte la “democracia de partidos” y sustituirla por la “democracia de audiencia”. De acuerdo a este influyente análisis, la competición electoral depende cada vez más de la presentación que los medios hacen de los líderes, pues “los votantes tienden cada vez más a votar a la persona en vez de al partido o al programa” (Manin, 1998: 267). La personalización sería así consecuencia de tres factores: uno, la propia dinámica de los medios, y especialmente los audiovisuales, que tienden a centrar la discusión en torno a las personas, más que en las ideas; dos, el debilitamiento de las fracturas ideológicas y de clase, que minaría el atractivo de los partidos de clase, socavando el papel de las bases militantes y robusteciendo  la dirección central; tres, la incertidumbre que emana de la globalización y las sociedades complejas, que hace menos previsibles (y eficaces) los programas electorales y, en cambio, favorece la necesidad de confiar en la figura de los líderes para lidiar con las contingencias. Por esta confluencia de factores, dice Manin, la competición electoral gira crecientemente en torno a la imagen y al discurso de los líderes. Los medios y las encuestas de opinión pública vehiculan (en una relación desigual) a líderes y  electores. Los líderes parecen llevar la iniciativa, pero necesitan saber lo que valoran los electores y, para despertar o mantener su atractivo, deben ajustarse a las exigencias de formato y narrativa de los medios. Finalmente ello redunda en el ascenso de una nueva clase política: la de los expertos en comunicación. Por el otro lado, los electores se convierten en poco más que espectadores, una audiencia pasiva que simplemente decide entre los líderes alternativos que se le proponen.

La emergencia de los nuevos líderes surgidos a raíz de las protestas ciudadanas encaja bien con el esquema de la democracia de audiencia que se acaba de relatar. Nuevos y viejos partidos han suministrado líderes mediáticos, personas que quedan bien en pantalla, se manejan con desenvoltura en los constreñidos formatos de la televisión y la radio y saben comunicar mensajes sencillos a la opinión pública con naturalidad y convicción, asistidos normalmente por potentes gabinetes de comunicación política, los spin doctors. Los mensajes suelen concatenarse, además, en genuinos relatos (storytelling), donde los líderes actúan a modo de personajes protagonistas o antagonistas dentro de una narración repleta de saltos y giros dramáticos (Salmon, 2008, 2011).

Realmente este análisis sobre la nueva democracia de audiencia se alimenta de precedentes sobresalientes, como las aportaciones de Kirchheimer (1966) sobre el “partido atrapa-todo” (catch-all party) o la “campaña permanente” descrita por Blumenthal (1980). También resulta congruente con los diagnósticos expuestos, en tiempos aledaños a la propuesta de Manin, por autores tan encumbrados, aunque dispares, como Giovanni Sartori (1999, 2003), Pierre Bourdieu (1997) o Gianfranco Pasquino (1990). Estas contribuciones seminales han derivado en una amplísima literatura, predominante, que entiende que los medios no son ya un instrumento básico para la formación de las preferencias políticas (electorales), ni un medio neutro de control del poder mediante la denuncia pública de los abusos en el ejercicio del mismo. Antes bien, los medios constituyen ahora la nueva esfera en la que se desarrolla la actividad política pública (la parte visible del poder), desplazando los espacios presenciales del activismo político y del encuentro directo con los ciudadanos (Ferry y otros, 1992). De ahí que, junto a la expresión “democracia de audiencias” propuesta por Manin, otros autores hablen asimismo de la “democracia centrada en los medios” (Swanson, 1995), “democracia de medios” (Meyer, 2002), “política mediatizada” (Ortega, 2011) o “república de medios” (Marletti, 2010). La piedra angular de esta nueva democracia es que los medios disponen de un extraordinario poder de dominación simbólica, porque contribuyen decisivamente a configurar las definiciones sociales de la realidad, empezando por ser la pantalla en la que se despliega la esfera pública. Aplicando la lógica comercial a la información política, los medios, incluida la prensa escrita, y dentro de ella los periódicos de referencia, limitan la autonomía de la esfera política y pervierten el sentido de la legitimidad democrática. La lucha electoral, y la lucha política que depende de la aprobación del público, implica dominación simbólica, y esta se despliega en la nueva esfera pública, cuya fachada visible son los propios medios, en todos sus formatos. En esta esfera compiten poderes y contrapoderes, de cualquier naturaleza, si bien los más visibles son los políticos y los propios medios (periodistas, comunicadores (Gil Calvo, 2003). Unos y otros tratan de imponer sus definiciones sociales de la realidad. Para ello hacen uso de cuantas técnicas de persuasión están a su alcance, pero, muy principalmente, las que permiten la administración de la visibilidad mediática de los procesos políticos (Thompson, 1998, 2001; Gil Calvo, 2013).  Tales técnicas son, en primer lugar, el establecimiento de la agenda, en sus variadas facetas (tematización, encuadres, jerarquía, elipsis, temporalización), cuyo origen rudimentario tiene lugar en los años setenta con las primeras aportaciones de McCombs (2006). Pero también, y cada vez más, se emplean las técnicas narrativas del storytelling (Polleta, 2006; Salmon, 2008, 2011). Todas estas herramientas de la nueva persuasión mediática son instrumentos de la dominación simbólica, pues, mediante la gestión de la visibilidad, definen la agenda, pero también la atribución de responsabilidades (González y Bouza, 2009: 166). Y todas tienen un asombroso común denominador: promover la personalización de la política. Pues  la actuación de los líderes ante la opinión pública, mediante la construcción de una imagen y un relato, se considera crucial, no solo ganar elecciones, sino también, y de manera muy destacada, para conseguir la aceptación social de las decisiones políticas desplegadas durante la legislatura, incluso cuando estas contravienen los intereses de aquellos que las aceptan. El líder se erige así en el más destacado gestor de la visibilidad, su primer beneficiado y, llegado el caso, también su principal víctima, debido a su intensa exposición pública. De tal modo que, más allá de la figura cambiante de los líderes,  la personalización política  constituye  un proceso medular de la democracia de audiencia, que no limita su alcance a la competición electoral, sino que se extiende a todo el proceso democrático (Poguntke y Webb, 2005).

 

Personalización y teorías competitivas de la democracia

Aunque, como se acaba de mostrar, la personalización de la política es extensamente vinculada por los especialistas a una nueva fase de la democracia representativa, lo cierto es que la política democrática centrada en líderes no es un fenómeno nuevo. Hace medio siglo ya se venía repitiendo como un hecho conocido que “la personalización del poder es inevitable en las modernas sociedades industriales” (Hargrove, citado por Farrell, 1971: x), y aun no pocos sostienen la existencia de una “tendencia natural” hacia el “razonamiento personalizado” (Kinder y Fiske, 1986), que ahora solo estaría siendo reforzado por las nuevas condiciones estructurales de índole social y mediática.

Toda evidencia debe ser puesta a prueba. Como es sabido, el espíritu científico se basa en el cuestionamiento infatigable, y sistemático, de cualquier proposición o hallazgo. Aplicado al caso que nos ocupa, habría que preguntarse ¿pero realmente es nueva la personalización de la política? ¿Constituye un fenómeno propio de la nueva fase de la democracia representativa, marcada por el control de los medios y la búsqueda de dominación simbólica sobre las audiencias? Desentrañarlo pasa por examinar (aunque sea de manera muy somera, por las limitaciones de este texto) las clásicas aportaciones Max Weber y Joseph Schumpeter, los dos más grandes teóricos de la democracia de partidos en su versión original: la que se configura en las décadas finales del siglo XIX y durante las primeras décadas del siglo XX con el advenimiento de la sociedad de masas y la pujanza del movimiento obrero.  Uno y otro dan cuerpo a lo que se ha dado en llamar “teorías del elitismo competitivo” (Held, 1991), las más influyentes y duraderas de cuantas se hayan explicitado en el terreno de la teoría y la práctica de la democracia representativa (liberal), la misma que ahora estaría convirtiéndose en democracia de audiencia.

El análisis weberiano recalca en extremo el papel de las elecciones, los partidos, los parlamentos, pero, sobre todo, de los líderes y de las emociones personales del electorado como núcleo del proceso político, y no solo de las coyunturas de crisis. Para Weber, en su estadio presente, las democracias representativas son realmente «democracias plebiscitarias», o democracias de «caudillaje plebiscitario» (Weber, 1993: 1084). Por encima de todo, se elige un jefe del ejecutivo, que es seleccionado de entre los jefes de partido que concurren a las elecciones. Debido a la extensión del sufragio, la candidatura de un jefe político a unas elecciones ya no depende «del reconocimiento de sus méritos en el círculo de una capa de honoratiores (notables), para luego convertirse en jefe por el hecho de destacar en el Parlamento», como sucedía mientras estuvo en vigor la democracia parlamentaria basada en la representación libre (Weber, 1993: 1109).  Ahora, tanto la candidatura como la victoria electoral dependen, incluso más que del programa o de la lealtad partidista, del «carisma» o «confianza personal», cuasi religiosa, que los electores puedan depositar en la persona del jefe de partido.

En un contexto de elecciones competitivas orientadas a captar el voto de amplios sectores de ciudadanos, el carisma emana de las cualidades discursivas, o persuasivas, del líder, así como de la maquinaria de propaganda mediática que sobre su imagen pueda aportarle el partido «con medios de la demagogia de masas» (ibídem). Una vez elegido e investido con la autoridad de jefe de gobierno, el líder («caudillo plebiscitario», «demagogo») sigue ejerciendo el control del partido y, por medio de este, añade el control de la mayoría parlamentaria. Mientras sea victorioso, o haya expectativa de que lo sea, el partido se entrega a los deseos del líder.

El núcleo de la propuesta weberiana (elaborada en las dos primeras décadas del siglo XX) afirma, en fin, que lo fundamental del proceso democrático es que sirva para seleccionar líderes capaces y enérgicos, fundados en la legitimidad carismática que se confirma mediante las urnas. Solo líderes capaces e investidos con tal autoridad popular podrán ejercer el necesario contrapeso para frenar la burocracia estatal y la burocracia de los partidos, así como para canalizar la «emotividad de la calle», esto es, las movilizaciones ciudadanas no organizadas. El anhelo de Weber es lograr una articulación adecuada entre líderes carismáticos, instituciones y procesos (políticos, sociales, culturales, económicos) que entiende son inevitables y están interrelacionados, de tal modo que ninguno pueda imponerse al otro. Para este fin, la selección de los líderes debe ser doble: plebiscitaria y, previamente, parlamentaria.

La lógica electoral (la necesidad de ganar las elecciones) es la que robustece la personalización de la política. Los partidos de masas favorecen la personalización de su proyecto porque, para ganar votos y distribuir entre sus miembros el poder, los cargos y las prebendas, o para imponer un proyecto de sociedad, explotan el supuesto carisma de sus líderes, dando por hecho que muchos electores votan por los componentes emocionales de carácter personal, o refuerzan sus preferencias por esa razón. El triste sino de los partidos es el de fabricar líderes para luego plegarse a ellos, y reponerlos por otros líderes (a los cuales se plegarán igualmente) cuando pierdan la fe o confianza personal de sus seguidores.

El análisis proporcionado por Schumpeter es directamente deudor del de Weber, aunque fue expuesto tras la II Guerra Mundial, de manera que tuvo ocasión de ver el ascenso y derrota de los fascismos así como los preliminares de la Guerra Fría entre EEUU y la URSS. De acuerdo a la concepción de Schumpeter, la democracia es tan solo un «procedimiento» para la selección pacífica de los líderes mediante elecciones competitivas por el voto del electorado. A tal punto que propone definir la democracia como un régimen de «competencia por el caudillaje político» (Schumpeter, 1996: 343). Siendo así, la «función primaria del electorado» se limita a la aceptación o rechazo de un candidato (p. 347) y, en consecuencia, a «crear un gobierno» o «disolverlo» mediante la «aceptación de un leader o de un grupo de leaders» (p. 346). Los líderes no solo vertebran la competición electoral, sino que también desempeñan una función expresiva y resultan indispensables, además, para que se canalicen las demandas sociales. De tal suerte que la personalización del poder derivada de la omnipresencia del líder excede, siguiendo a Schumpeter, la carrera electoral, y se extiende a todo el sistema político. Son los líderes, y no las instituciones, los que permiten que los deseos de la opinión pública, o de cualquier grupo social, cobren fuerza, se configuren y finalmente se plasmen.

 

Conclusiones: lo nuevo y lo viejo de la personalización de la política

El contraste entre las teorías sobre la democracia de  audiencia (o mediática) y el de las teorías clásicas sobre la democracia representativa de partidos (que en este texto, por su brevedad, no se desarrolla más que a través de una amplia elipsis), permite extraer una serie de conclusiones que resultan sumamente esclarecedoras acerca del alcance de la actual personalización de la política.

En primer lugar, la personalización de la política resulta inherente a la democracia representativa; no depende del advenimiento de la democracia mediatizada, o de audiencia. La idea de que la política se personaliza en torno a la figura de los líderes políticos y de que los partidos se transforman en máquinas electorales al servicio de aquellos está firmemente arraigada tanto en la exposición de Weber como en la de Schumpeter. Uno y otro tienen clara conciencia de que la democracia representativa es esencialmente una democracia demagógica, basada en la persuasión que pueda despertar el discurso del líder, tanto o más que su imagen. Lo importante es qué dice el líder y cómo lo dice. Claro que, para llegar al corazón de los electores, el discurso debe ser pronunciado por líderes vehementes y convincentes, que combinen en su justa medida argumentos y emociones. La democracia representativa es una democracia de demagogos, de seductores de audiencias. Schumpeter es muy explícito al afirmar que la capacidad del líder de convencer a los electores depende tanto de sus habilidades dramáticas como de su dominio de las técnicas de persuasión semejantes a como se hace en la venta comercial. Los dos son también muy francos al describir el papel de los electores, y de los ciudadanos en general, como sujeto político pasivo, una audiencia apenas reactiva y que restringe su acción (y su libertad política) al acto de votar.

Por supuesto, Weber y Schumpeter son conscientes de que, dentro del Estado moderno, el único modo de llegar a los electores y a la opinión pública es mediante el concurso de los medios de comunicación de masas, por un lado, y de la propaganda partidista, a través de los activistas de partido, por otro. Pero no se les escapa, en todo caso, el poderoso efecto personalizador que ejercen los medios de comunicación sobre el comportamiento electoral y el conjunto de la vida política (incluso sobre el control o rendimiento de cuentas del ejercicio del poder que ellos ejercen). En no poca medida, Weber, y aún más Schumpeter, están adelantando que la democracia representativa es una democracia dependiente de los medios, y una democracia de audiencia, de ciudadanos forzosamente pasivos (pues apenas tienen más opción que la de refrendar o rechazar líderes). Los dos concuerdan que la soberanía popular es un imposible en la democracia representativa, cualquiera que sea su forma.

En esta presentación de la democracia representativa de partidos de masas ofrecida por Weber y Schumpeter cuesta reconocer el tipo ideal de democracia de partidos comentado por Manin. Más bien podría pensarse que las descripciones de Weber y Schumpeter se corresponden mejor con la descripción que Manin hace de la democracia de audiencia. ¿Cómo es posible tal cosa? La clave a esta pregunta pudiera venir de un comentario final en la Sociología del Estado de Economía y Sociedad. Weber sostiene ahí que el único modo de contener el avance «de los elementos emocionales» en la democracia representativa (plebiscitaria) es mediante «partidos racionalmente organizados», al modo de «los sindicatos y también el partido socialdemócrata», único «vigoroso contrapeso al dominio momentáneo e irracional de las calle, típico de pueblos plebiscitarios» (Weber, 1993: 1116-1117). Justamente eso es lo que sucedió tras la Segunda Guerra Mundial: el ascenso al poder del mundo del trabajo, con los partidos socialdemócratas y los sindicatos a la cabeza, y cuyo ocaso comienza en los años ochenta. Posiblemente, la democracia de partidos que describe Manin no es la democracia de partidos de masas original, a la que se refieren Weber y Schumpeter, sino una particular versión de la democracia de partidos: la que resulta del ascenso al poder de los partidos socialdemócratas al fundarse el Estado de bienestar tras el Pacto Social de posguerra (Judt, 2010). Si esta conclusión fuese correcta, podría decirse que, en cierto modo, la democracia mediatizada, o por lo menos la democracia de audiencia, es en parte un retorno a los orígenes de la democracia representativa (liberal) de partidos.

Pero solo en parte. La extraordinaria evolución de los medios de comunicación que comienza en el último tercio siglo XX no fue vista por Weber o Schumpeter, y seguramente les hubiera resultado inimaginable. El resultado es que la exposición a los medios se ha intensificado más que nunca. Jamás tanta gente ha estado tan expuesta a los medios de comunicación, activa o pasivamente, y a través de soportes y dispositivos muy diversos. Paralelamente, la concentración global de la propiedad de los medios, la convergencia multimedia y los desarrollos multiplataforma, han reducido la variedad informativa y homogenizado los discursos. Más aún, el lenguaje informativo se ha ido preñando de una lógica comercial que prima el entretenimiento y el espectáculo sobre la información objetiva, y las técnicas de persuasión comunicativa se han sofisticado hasta límites insospechados. Estas sí son grandes diferencias con respecto a la democracia analizada por Weber y Schumpeter. La mediatización de la política no ha dejado de crecer, y, con ella, la figura de los líderes sigue haciéndose más visible y más notoria para el grueso de la población.

La transformación de los medios se ha proyectado de lleno sobre la política. Si alguna vez los medios fueron un instrumento de formación ciudadana y de control del poder político, esa función parece haber llegado a su fin. La política ha sido colonizada por los medios, y tal vez los medios han sido colonizados por la política a través de los expertos en comunicación política, quienes ocupan un lugar invisible, pero determinante, en la configuración de la vida política y la acción de los líderes. Este es otro cambio mayúsculo en relación con lo expuesto por Weber y Schumpeter. Estos aseguraban que la democracia representativa es una democracia de líder político demagogo, maestro del discurso y la seducción oratoria. Daban por hecho que esas cualidades eran iniciativa del líder. Sin embargo, Manin y otros muchos sostienen que la democracia mediatizada, o de audiencia, es una democracia de expertos y asesores en comunicación política, empezando por los spin doctors. El empeño con el que estos se aplican permite que incluso individuos sin formación política y sin cualidades retóricas puedan convertirse en líderes políticos seductores limitándose a representar un papel escénico sobre el que apenas tienen control.

En este estado de cosas, el debate ya no es que la política trate de servirse de los medios, y los medios traten de influir sobre la política. Ahora, la política se desarrolla (al menos en su parte visible) a través de los medios, y con el lenguaje propio de los medios. Es más, los se han transformado en un peculiar actor político en sí mismos. El resultado es la construcción de una nueva esfera pública, simbiótica, en la que los actores sociales (poderes y contrapoderes de cualquier naturaleza) luchan por el control de las definiciones de la realidad social (dominio simbólico), que está en la base del poder que se pueda ejercer sobre cualquier clase de proceso político, incluyendo el comportamiento electoral.

En este nuevo contexto, la representación política que ejercen los líderes políticos porque son elegidos en las urnas se enfrenta ahora a la fuerza de la representación simbólica que ejerce una nueva clase de líderes: los líderes mediáticos. En consecuencia, el dominio sobre la gente ya no depende solo, ni fundamentalmente, de la representación política, sino de la representación mediática, en la que concurren tanto líderes políticos como mediáticos. Pero, a diferencia de los líderes políticos, los líderes mediáticos pueden actuar sobre la esfera pública y sobre el control de las definiciones sociales sin tener que rendir cuentas de sus actos ante las urnas. Este sí es un cambio de considerables proporciones que trae consigo la democracia mediatizada y que no estaba presente en la democracia representativa original analizada por Weber y Schumpeter.

Todavía puede señalarse otra gran diferencia. Ciertamente Weber y Schumpeter registran la crucial importancia de la oratoria y el dramatismo en la competición política, y consignan asimismo que la dominación política, y la necesidad de persuasión, no se ciñen a las elecciones, sino que se extienden a toda la legislatura. Desde luego un concepto tan moderno como el del establecimiento de la agenda no les hubiera resultado sorprendente. Pero el grado de sofisticación al que han llegado las técnicas de gestión de la visibilidad, y la incorporación del storytelling político, que suspende el contrato ficcional, de manera que la frontera entre realidad y ficción políticas se diluyen, no se encuentra en sus teorizaciones. Sí observan, sin embargo, que el líder desempeña una función pública de primer orden: ser objeto unívoco de atribución de las responsabilidades en el ejercicio del poder.

El contraste realizado entre los teóricos de la democracia de audiencia, o mediática, y la democracia de partidos original, resulta consistente con la idea de que la personalización es en verdad un proceso estructural (y, por tanto, independiente de la figura particular de ningún líder concreto), y que se ha intensificado a medida que se acentúan la sociedad mediática y la política mediatizada. Dentro de esta estructura, el líder es un paladín de la gestión de la visibilidad, un esforzado instrumento de la dominación simbólica que se presta a ello por los provechos que pueda obtener en el entretanto. Siendo tan conspicua su figura, puede dar visibilidad a unos temas, desviando la atención sobre otros. Y siendo tan ubicua su figura, no cabe duda de que será objeto preferente de la atribución de responsabilidades, con independencia de su responsabilidad objetiva en los asuntos que se le imputen, para su gracia o su desgracia. De manera que la personalización, más que favorecer la articulación del proceso político en un mundo fragmentado y complejo, agregando lo mismo intereses que identidades sociales en un proyecto de salvación compartido (como sugieren los populistas laclausianos), favorece, en cambio, una política mediática irreal, desconectada de los genuinos intereses de la gente. Ya no es que la democracia representativa incorpore dramatismo y confrontación, como vieron Weber y Schumpeter, sino que, en su estado actual, la política democrática, colonizada por la lógica mediática, se convierte en un producto de entretenimiento más, siendo la personalización el ingrediente principal, e indispensable, del espectáculo político. Y así como Weber y Schumpeter advirtieron que el electorado no tiene en la democracia representativa más margen de maniobra que el de votar en plebiscito, en la actual esfera pública el ciudadano es igualmente espectador pasivo y sometido, cuyo máximo poder es, inducido por el nuevo discurso demagógico, apretar un botón, o cliquear, para cambiar de canal o de web, o para aprobar o desaprobar una declaración, un mensaje, una imagen, o una acción, votando a favor o en contra lo mismo en las urnas, que en Twitter, Instagram, Facebook o añadiendo comentarios en un blog.

Con respecto a la democracia experimentada por Weber y Schumpeter, lo nuevo no es la personalización, sino la intensificación de la personalización, y, sobre todo, su plena integración en la nueva esfera pública, mediática, orientada hacia la dominación simbólica, más allá, incluso, de la perspectiva electoral. Pues si bien es fundamental ganar las elecciones, no lo es menos conseguir convencer a la gente, durante la legislatura, para que acepte lo que objetivamente no le conviene. Ahí reside la importancia de la dominación simbólica. Por tanto, quizá el rasgo auténticamente novedoso con respecto a hace un siglo no sea la personalización política en sí, como sugieren Manin y tantos otros, sino que la personalización se acompaña ahora, pero no antes, del eclipse de la discusión pública en torno a ideas y a intereses políticos definidos. El eclipse, además, ante la opinión pública, de la visibilidad que antes tenían las instituciones representativas colectivas, los actores y los intereses colectivos, en  favor de una precaria y fugaz representación política individualizada en la figura de los líderes políticos, que agrega a su vez voluntades individuales (la de un ente atomizado denominado los “ciudadanos”).

Precisamente un hallazgo de esta investigación, es que los diagnósticos actuales sobre personalización de la política coinciden en el tiempo con los diagnósticos sobe la individualización y el individualismo. Cabe sospechar que son dos procesos paralelos. El renovado interés de las ciencias sociales por la individualización y el individualismo comienza tímidamente en los años setenta, es claro en los ochenta y descuella durante los noventa. El interés por la personalización política dibuja una línea temporal semejante, solo que un poco rezagada. Quién sabe si detrás tanto del renovado auge del individualismo como de la personalización política, está, entre otros factores históricos, la ideología neoliberal, que irrumpe internacionalmente en los años setenta y se expande en los ochenta con la Revolución Conservadora abanderada por los gobiernos de Reagan y Thatcher, hasta llegar a ser hegemónica a partir de los noventa. Estas tres líneas temporales coinciden asombrosamente también con las dibujadas por la transformación del sistema de medios, de la manera de presentar la información y el auge, en suma, de la democracia mediatizada, o democracia de audiencia.

Volviendo al eje principal de las conclusiones, hay que insistir que la personalización política es un proceso social estructural porque los líderes son un producto necesario para el ejercicio del poder y de la dominación, contribuyendo de manera activa y decisiva, mediante la representación del papel que les es dado, a la administración de la visibilidad y, con ello, a imponer una determinada definición de la realidad, ya sea facilitando la toma (o no toma) de decisiones, una determinada agenda pública, aminorando o alimentando conflictos, construyendo consensos hegemónicos y, en todo caso, favoreciendo una determinada percepción de los intereses ciudadanos.

Pero, si los líderes son partícipes de la personalización política entendida como proceso social estructural, ¿cuál es el margen de libertad de que disponen para actuar según su juicio en la defensa y promoción de los intereses compartidos que dicen representar? No cabe duda de que, mientras ocupan las máximas magistraturas, disponen de mayúsculos recursos y autonomía respecto a las organizaciones políticas. Pero quizá la perspectiva de la implacable temporalidad de su mandato (por otra parte, un necesario control del poder), tenga como efecto emergente no intencionado el que los líderes piensen más en su futuro personal que en el futuro colectivo. Y es que, en la democracia mediatizada, o de audiencia, los líderes son más vulnerables que en la genuina democracia de partidos de masas estudiada por Weber y Schumpeter. Como bien concluyeron Poguntke y Webb (2005), los líderes son ahora más fuertes en la victoria y más débiles en la derrota. Están más expuestos a los vaivenes del poder mediático y al influjo de sus asesores personales a sueldo. También dependen más de los propietarios de los medios para alcanzar la proyección pública que se requiere para poder postularse a líder político, incluso si incluimos por tales las redes sociales, pues los medios convencionales han sabido incorporar a ellas sus discursos e informaciones. En consecuencia, una pegunta fundamental a la que conduce la personalización política como proceso estructural es para qué, o para quién, resulta más funcional la personalización, y, por tanto, la conspicua figura de los líderes, dotados durante sus mandatos de una posición de poder única sobre las organizaciones políticas representativas. Es más que dudoso que pueda ser funcional en términos de soberanía popular, es decir, a los propósitos de plasmar la idea democrática, tan instalada en el imaginario global, según la cual todos tenemos derecho a decidir en igualdad de condiciones sobre los asuntos comunes, aquellos que nos afectan a todos. Lejos de este ideal, y siendo instrumento privilegiado de la dominación simbólica, los líderes participan de una carrera desenfrenada por la audiencia en términos de espectáculo, confrontación y movilización permanente. Obrando así, corren el riesgo personal de perder pronto el crédito ciudadano. Pero aún es mayor riesgo el que ciernen sobre la profundización democrática, pues el uso desenfrenado de la personalización genera tanto picos de movilización como de desmovilización, pudiendo ser a la larga un factor de deslegitimación política, por el cansancio y el sentimiento de impotencia que provoca, al ver la gente frustradas las expectativas depositadas en un líder y su mandato. La personalización puede tener a la postre un efecto de aprendizaje profundamente desmoralizador de la participación cívica y de la legitimidad de las instituciones y los actores políticos, facilitando, aun sin perseguirlo, el advenimiento de fórmulas políticas alternativas a la democracia representativa. A fin de cuentas, si el ciudadano-audiencia tiene la ilusión de participar de la realidad política mediante el seguimiento de espectáculos políticos, y la posibilidad de refrendar o rechazar mediante un «me gusta» o «no me gusta», puede creerse lo suficientemente realizado como para admitir que las instituciones políticas estén en manos de genuinos profesionales, en vez de en manos de líderes políticos vacíos y falsarios. Este horizonte tiene un nombre familiar: tecnocracia. Y es bien sabido que constituye uno de los más fenomenales enemigos del ideal democrático.

 

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