El valor de educar

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El valor de educar

Podría referirme al necesario coraje con el que, se dice, deben pertrecharse los profesores de hoy ante sus bravucones alumnos. Pero no. Me refiero, simplemente, al enorme beneficio que la educación proporciona para la paz y prosperidad de las naciones, para la paz y prosperidad de los pueblos, para la paz y prosperidad de cada uno de nosotros. Es una obviedad, pero es preciso recordarlo, hoy más que ayer. La Gran Recesión azota cruelmente a las gentes, y cada día se proponen nuevos recortes a la inversión pública. La poda alcanza ya hasta las ramas más sanas del árbol, e incluso el mismo tronco tiembla ante la presencia del hacha. Lo suyo es cortar. No tiene ojos, ni quiere ver. El caso es cortar. Luego, que vengan otros y se asombren de que ya no quedan árboles en el bosque; que se asombren de que ya no hay bosque; que se asombren de que ya no hay madera que cortar, ni tampoco leña con la que seguir calentándose. ¿Y para qué, entonces, el hacha de los recortes?

 

Es la altura de nuestra época. A la educación se la priva de recursos, al tiempo que, amparados en la convergencia europea y otros supuestos menesteres, se imponen nuevas trabas y obligaciones a alumnos y profesores. Cabe pensar, en este punto, cuál pueda ser el valor de la educación, si es que realmente alberga alguno. ¿Merece la pena reivindicarla, pedir para ella una mayor consideración, solicitar mayores recursos, incluso en ésta, la peor de las coyunturas? Vaya por delante mi respuesta, contundente, aunque escasamente original, pues era pura letanía en los tiempos de mi crianza: la educación es fundamento del bienestar social, y como tal debe ser tratada. Parece mentira que, de tanto invocarla, se nos haya olvidado tan pronto esta crucial consigna.

 

Es verdad que los científicos sociales, poco dados a pecar de ingenuos, muestran posturas ambivalentes respecto al potencial que la educación reúne en la promoción laboral de los individuos. A los modernos sistemas educativos, tan enormes y tan complejos, se les ha atribuido la responsabilidad de incrementar las oportunidades económicas de toda la población, en congruencia con el principio de igualdad política que se presume a todos los ciudadanos dentro de un régimen democrático. También se les ha atribuido la misión (¡parecería que ya es la única que se le encomienda!) de proveer al mercado de trabajo de empleados y emprendedores más formados. Pero, como es bien sabido, a nadie se le escapa que la consecución de un buen trabajo, ya en Alemania o en España, depende, verbigracia, tanto o más que de la educación alcanzada, de las relaciones sociales que puedan facilitar la familia, los amigos o los conocidos. Y a nadie se le escapa tampoco que los mercados de trabajo son variables, y que sus necesidades formativas se modifican a vertiginosa velocidad. Uno se prepara para las exigencias del mercado laboral de hoy, pero nadie puede asegurar que sean las que requiera el día de mañana. De modo que, en esta dimensión económica, bien se pudiera concluir que la educación, aún siendo importante, resulta bastante limitada.

 

Pero, más allá de su valor económico, y más allá también de su incuestionable potencial para el desarrollo de la personalidad y libertad del individuo, la educación atesora una inmensa utilidad como garantía de lo esencial: la convivencia pacífica. No es casualidad el empeño que en ella pusieron los modernos estados-nación. En los albores de la modernidad, y durante todo el siglo pasado, los grandes estadistas sabían que la paz y la prosperidad de los nuevos estados pasaban por el establecimiento de un poderoso sistema educativo. No había instrumento más adecuado para la transmisión de conocimientos, pero también, y sobre todo, para la transmisión de costumbres, valores, ideas e ideales compartidos entre individuos cuyos orígenes, experiencias y expectativas vitales podían ser muy diversos. La educación era, por su carácter transversal, el idóneo agente socializador, el más útil para los tiempos modernos. ¿Y cabe imaginar, aún hoy, mejor herramienta, no ya para la emancipación personal, sino para la cohesión social? Piénsese en la fragmentación de nuestro mundo global: su amplitud, su diversidad, su complejidad. Piénsese en su líquida volatilidad, en sus perspectivas tan fabulosas como inciertas y descomprometidas.  Más que nunca, la educación puede ser la única tabla de salvación de la que echar mano en nuestra travesía hacia la paz y la prosperidad. Porque el futuro, o es de todos, o no será. Y, aunque sólo fuera por puro egoísmo, las desfavorables circunstancias aconsejan, hoy más que ayer, defender la mejor educación posible para todos. No es generosidad ni bonhomía. Es una pura cuestión de supervivencia.

Roberto-Luciano Barbeito

Profesor de Sociología en la Universidad Rey Juan Carlos

Publicado originalmente en Prestigium, Vol. 1, 2010

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