Arte y Ciencia: la emoción de lo misterioso

El valor de educar
El valor de educar
9 marzo, 2017
Does E-Participation Influence and Improve Political Decision Making Processes? Evidence From a Local Government
Does E-Participation Influence and Improve Political Decision Making Processes? Evidence From a Local Government
23 marzo, 2017
Arte y Ciencia: la emoción de lo misterioso

¡Qué desilusión se llevaron mis compañeros de Instituto cuando, en segundo de Bachillerato, decidí cursar Letras, en vez de Ciencias, que era lo que habían elegido la mayoría! Mas no fue así por mera simpatía hacia mi persona. Junto con la natural camaradería y apego, mis condiscípulos albergaban una razón muy concreta (y bastante interesada) por la que lamentar mi futura ausencia del grupo. Hasta entonces yo había desempeñado con agrado el papel de atrevido alumno preguntón, sobre todo en las asignaturas de Naturales, Física y Sociales. Mis osadías, exhibidas por lo general al comienzo de cada clase, eran normalmente bienvenidas por nuestros solícitos profesores, sin darse cuenta tal vez de los sustanciosos provechos públicos que obteníamos gracias a sus amables condescendencias: entretenidos debates, reducción del tiempo de las exposiciones curriculares y merma de la materia objeto de examen. Todo lo cual me dio fama entre mis pares, y explica asimismo el fenomenal disgusto que se llevaron estos al saber de mi inesperada decisión.

El caso es que para mí también fue un trago amargo, pues mis acostumbradas consultas no respondían sólo a la procura del bien común. Expresaban, además, una sincera curiosidad por las maravillas del mundo; un genuino afán por desentrañar los secretos de la vida y de la materia. ¡Quién hubiera no tenido que elegir entre Letras y Ciencias!  Pero hubo que hacerlo. No quedaba otra. Y lo hice.

Quizá fue este trance el que marcó de manera definitiva mi aversión a las dicotomías cuando se nos presentan como polos antagónicos e irreconciliables. ¡Qué sencillo, pero qué ingenuo, oponer la noche al día, la luna al sol, el cromañón al neandertal, la mujer al hombre, la izquierda a la derecha, el comunismo al capitalismo, las asambleas populares a los gobiernos representativos, la democracia a la tiranía, la música clásica a la música rock! Distinciones esclarecedoras, cierto; necesarias para el discernir, pero que resultan engañosas y traicioneras si no se manejan con los debidos matices y cuidados.

Estas simplificaciones antagónicas alcanzan a dos de las más asombrosas creaciones humanas: el Arte y la Ciencia. La contraposición aparenta tan firme que muchos artistas y científicos participan de ella, lo que a menudo les lleva a recelar unos de otros. Gustavo Adolfo Bécquer expresó esa rivalidad con cruda hermosura romántica: “Mientras la humana ciencia no descubra las fuentes de la vida (…) habrá poesía”. Y en el mismo siglo, análoga convicción había movido a Mary Shelley a escribir su célebre Frankenstein, para denunciar la potencia demoníaca que exhalaban los conocimientos científicos y sus aplicaciones técnicas. Décadas después, pero en el terreno de las Ciencias Sociales, el gran Max Weber lamentaba los riesgos de una sociedad altamente racionalizada, burocratizada, dominada por los principios del mérito, el cálculo y la previsión científica. Una clase así de sociedad podría aportar mucho bienestar material, y bastante igualdad entre las gentes, pero sería una “jaula de oro” para el desarrollo de la personalidad humana. La apuesta de Weber era conciliadora: la Ciencia y el Arte deberían acompañarse, porque la razón sin pasión nos desvirtúa y deshumaniza.

Es evidente que el Arte y la Ciencia afrontan de desigual manera la comprensión del mundo. Mientras la Ciencia escudriña evidencias y ansía precisión, al Arte le basta con insinuar. Si la Ciencia ha de formular preguntas explícitas y unívocas, y ha de acompañarlas de afirmaciones probables, el Arte, en cambio, se contenta con sugerir preguntas abiertas y ambivalentes. Si la Ciencia requiere de gran utillaje instrumental, el Arte se vale de las herramientas más abundantes y primitivas que quepa imaginar: las palabras, los sonidos, los materiales. Y mientras que a la Ciencia se le exigen descripciones detalladas, explicaciones convincentes, previsiones válidas y fiables, al Arte se le admite la sola misión de hacer inspirar.

Pero, más allá de las diferentes formas con las que vislumbran la realidad, el Arte y la Ciencia comparten profundas semejanzas. El genial Albert Einstein ya avisó de la más concluyente de todas: hacer experimentar en las mentes el fundamental sentimiento de lo misterioso. De él surgen las emociones más sublimes, la belleza suprema. El mismo sentimiento, por cierto, que Bécquer, en sus versos, asignaba  como motor del arte poético, sin percatarse de que idéntica emoción, e idéntica belleza, es la que mueve igualmente la pasión científica.

Roberto-Luciano Barbeito

Publicado originalmente en la revista Prestigium, Volumen 5, Otoño 2011

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *